Cuando el Dr. José Luís Tamayo asumió la Presidencia de la
República para gobernar durante el cuatrienio de 1920 a 1924, la crisis que se
venía incubando desde 1914 como consecuencia de las restricciones económicas
producto de la Primera Guerra Mundial llegó a límites casi insostenibles para
la economía nacional y se presentó con todo su agudeza.
Esta situación afectó duramente a todos los ecuatorianos,
sobre todo a partir de 1922, año en que nuestro país debió enfrentar una dura
situación económica debido a la falta de divisas, originada por el exceso de
importaciones y la falta de exportaciones; pues en ese tiempo el rubro más
importante sobre el que se basaba la economía nacional era la exportación del
cacao, cuyo precio -precisamente en ese año- había sufrido una significativa
caída en el mercado internacional.
La falta de divisas originó la especulación y el
encarecimiento de los artículos de primera necesidad, y mientras por un lado el
costo de la vida alcanzaba niveles imposibles de soportar, sobre todo por las
clases más necesitadas; por otro la moneda ecuatoriana fue desvalorizada, y el
dólar americano que anteriormente se lo compraba a S/. 2,oo, se lo adquiría
ahora en S/. 3,20.
Todas estas condiciones trajeron como resultado el
descontento de los trabajadores que, influenciados por la novelería
izquierdista proveniente de la Unión Soviética, organizados en diferentes
gremios laborales empezaron a exigir mejoras salariales.
Por esa época ya se había creado en Guayaquil la
«Confederación Obrera del Guayas», y se advertían los primeros movimientos
destinados a lograr la organización sindical, situación que fue aprovechada por
los politiqueros para intentar poner fin al gobierno constitucional del Dr.
Tamayo y de esa manera alcanzar el poder.
Al odio contra los abusos y los privilegios entronizados
entre las clases dominantes, y las limitaciones económicas y sociales que venía
padeciendo el pueblo ecuatoriano, uníase un idealismo político y clasista que
por primera vez pretendía hacerse valer plenamente en todo el país, pero cuyas
aspiraciones chocaban con lo establecido por la Constitución vigente.
Las masas obreras de Guayaquil -que eran las que
representaban el poder productivo ecuatoriano- reclamaron mejores salarios, la
reducción de las horas de trabajo y, sobre todo, la incautación de los giros
internacionales para evitar la especulación con su venta, que a decir verdad,
de eso poco conocían y a ellos en nada afectaba: pero al no obtener respuestas
favorables por parte del gobierno, en los primeros días de noviembre de 1922
decretaron en Guayaquil la primera gran huelga general de trabajadores.
Luego de que la ciudad viviera una semana sin alumbrado
-debido a cortes en el fluido eléctrico- y sin abastecimiento de alimentos,
miles de trabajadores empezaron a desfilar por las calles exigiendo soluciones
inmediatas a sus problemas y al alto costo de la vida, paralizando además
-completamente- la actividad comercial, industrial, social y económica de
Guayaquil.
El Dr. José Vicente Trujillo, quien entonces ejercía el
cargo de Síndico de los Centros Obreros, y sobre quien recaía la
responsabilidad de mantener la huelga, pronunció el día 14 una encendida arenga
política en la que dijo: “...hasta hoy el pueblo ha sido cordero, pero mañana
se convertirá en león”.
El 15 de noviembre se produjo al fin la huelga anunciada, la
misma que comenzó cuando grandes masas de trabajadores se dieron cita en la
Plaza del Centenario, mientras otros lo hacían en la Av. Eloy Alfaro. Parecía
que todo Guayaquil no se compusiera más que de masas proletarias.
De pronto, luego de escuchar las fogosas arengas de los
síndicos, grupos de manifestantes entre los que se habían mezclado delincuentes
y anarquistas criollos enceguecidos por las noticias de la revolución rusa intentaron desarmar a las
fuerzas policiales, apostadas por obvia precaución en diversos lugares de la
ciudad.
Vinieron luego las incitaciones para asaltar los almacenes y
en la Av. 9 de Octubre se inició un desenfrenado saqueo que obligó a la policía
a realizar disparos al aire, primero, y luego al cuerpo de los asaltantes.
Horas más tarde y solo gracias a la intervención del
ejército y la policía, se pudo detener el vandalismo, con el lamentable saldo
de gran número de muertos.
Posteriormente, cuando aquellos que pidieron a las
autoridades que actuaran con mano dura se lavaron cobardemente las manos
tratando de rehuir sus responsabilidades, el Gral. Enrique Barriga, Jefe de
Zona de Guayaquil, declaró virilmente: “Yo soy el único responsable de esos
sucesos”. (1)
Tres días más tarde todo -o casi todo- había vuelto a la
normalidad. Se restableció el servicio eléctrico, los bancos abrieron sus
puertas con normalidad y las actividades generales volvieron a marcar el ritmo
laboral de Guayaquil, aunque aún se podían ver las huellas de los destrozos
causados en los almacenes y negocios que habían sido saqueados, y en las calles
persistía la presencia de policías y militares que custodiaban la ciudad.
La tragedia de Guayaquil pudo haberse evitado si el gobierno
hubiera atendido prontamente las reclamaciones de los trabajadores y, sobre
todo, si no hubieran aparecido los «heroicos y sacrificados dirigentes
clasistas y politiqueros», que a la hora de la verdad son siempre los primeros
en salir corriendo y los últimos en dar la cara.
Varios años después, los escritores de izquierda y de manera
especial Joaquín Gallegos Lara con su novela “Las Cruces Sobre el Agua”,
satanizaron los hechos llevándolos a extremos de fantasía increíbles. Gallegos
dice que los soldados las abrían el vientre a los muertos, con sus bayonetas, y
luego los tiraban al río para que no refloten.
Por su parte, Oscar Efrén Reyes, en su Historia del Ecuador,
dice: “Las masas fueron rodeadas y los soldados realizaron una espantosa
carnicería en las calles, en las plazas y dentro de las casas y almacenes. La
matanza no terminó sino a avanzadas horas de la tarde. Cuantos grupos pudieron
se salvaron solamente gracias a una fuga veloz. Luego, en la noche, numerosos
camiones y carretas se dedicaron a recoger los cadáveres y echarlos a la ría”.
Fantasías las de Gallegos Lara, las de Reyes, y las de todos
aquellos que con sus escritos desorientaron inclusive a la historia.
En todo caso, la revolución del 15 de noviembre de 1922
marcó el inicio de las transformaciones sociales de los trabajadores
ecuatorianos y sus consecuencias económicas tuvieron fundamental incidencia,
tres años más tarde, en la Revolución Juliana.
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